Recorro estas calles que deberían estar desiertas como el resto de la ciudad. Pero claro aquí no hay computadoras, ni play, ni comida en la heladera, ni alcohol en gel. Aquí hay solo pobreza y desasosiego.
Miro sus rostros y muchos, podría decir todos, no han llevado, ni llevan una vida feliz. Las necesidades, las torturas, las tristezas de su infancia, fueron dejando marcas en sus rostros. Expresiones de injusticia que no se borran con el tiempo.
Venden lo que pueden o consiguen, cuentan sus monedas para definir que van a cenar y si alcanza.
Luchan contra la falta de agua, la ignorancia de su existencia, y el sello de “villero “puesto en su frente.
Que podemos decirles de protocolos de aislamiento, si su familia, no son solo esas siete personas que viven junto a ellos, su familia es la villa. Su casa un montón de metros cuadrados que comparten entre la soledad y desasosiego.
Esos hombres y mujeres están hechos de sacrificios, de piedras en el camino, de aprovechamientos del poderoso, de bajar la cabeza o levantarla con orgullo enfrentando la desidia.
La cuarentena en la villa es distinta al resto de la ciudad. Los abuelos y los niños conviven, salen a las calles. Y mueren irremediablemente por que el resto de la sociedad no quiere mirar hacia ese lugar, el resto de la sociedad los quita de su mente y su corazón para no ver una triste realidad de nuestro mundo.
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